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LA FIGURA DEL CAMPEONATO (Analogía futbolera obligada)

La mina podría haber salido a descoserla. El escenario era inmejorable. Un estadio desbordado, el aire inundado de ese tipo de euforia imposible de poner en palabras, un equipo completo con titulares, suplentes y reincorporaciones de las menos esperadas después de lesiones y licencias varias. Y un sabor a retorno triunfal irrefutable.

Todos con ella. Todos para ella. Centros, cabezazos, corners y tiros libres la tenían como única e indefectible receptora. Y una horda de hinchas incondicionales en infinita ovación y clamor por su ingreso. La mina podía darse el lujo de patear al arco. Hacer el gol de su vida. Levantarse la remera y dedicárselo a sus adversarios. Hasta en un dejo de vulgaridad, buscar alguna de las tantísimas cámaras, alzar el dedo mayor, burlarse de todos los que pronosticaron el apocalipsis de su carrera y retirarse a vestuarios.

Pero no. Con la simpleza y la inteligencia de los grandes, la mina que descolló cuando le tocó jugar en la Liga Mayor pero que jamás olvidó su arduo y extenso recorrido en inferiores hasta alcanzar la gloria, salió al campo con la humildad y la picardía que solo tienen aquellos que han pisado el potrero, que han jugado en el barro y que han lidiado con dueños de la pelota que, por pataduras e infames, se enojan y se la llevan en mitad de partido, dejando a todos fuera de juego.

La mina paró la número cinco. Se sacudió la emoción. Respiró profundo. Gambeteó las arremetidas del enemigo agazapado al otro lado del alambrado con elucubraciones mezquinas. Contuvo el fervor de los propios. Instó a revisar y limpiar el campo de juego. Expuso con contundencia el peligro de seguir descendiendo de categoría. Invitó a invertir la energía en entrenamiento antes que en enojo. Renovó tácticas comunicacionales. Convocó a la Unidad como estrategia superlativa. Acomodó a los suyos para la mejor foto de los últimos tiempos. Y más allá de la camiseta que pueda o no volver a lucir, se consagró como la imprescindible directora técnica de un equipo recién nacido pero con más trayectoria que cualquier seleccionado de primera.

Ella. La de familia de inmensos. La de apellidos que alcanzaron la inmortalidad. La que nos representó con creces a escala mundial. La que podría quedarse en su casa descansando en los títulos logrados con honores, salió hoy a la cancha, desconcertó una vez más a sus detractores, hizo jueguito para delirio de sus fanáticos y demostró, como nunca, que sigue siendo la figura del campeonato.

¿El himno? Lo cantó al final. Y el estadio y sus afueras aún tiemblan al ritmo de casi cien mil almas que lo cantaron con ella.

Adriana Esposto (intentando superar la emoción).


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